viernes, 2 de enero de 2015

El Pepino




Una mujer que ha parido sabe cosas que no sabe que sabe y siente heridas que no sabe que siente; Por eso, decidió detener el tiempo con la inocencia con la que un pobre mortal se enfrenta a semejante hazaña.
El proceso era simple y efectivo. Consistía en introducir un pepino pequeño, asido aún a la rama,  en el interior de una botella. Cuando éste crecía hasta los estrechos límites que la transparente celda le permitía, cortaba de raíz sus vínculos con el terruño y rellenaba el espacio sobrante con aguardiente seco. Nada de concesiones al dulzor para el elixir.
Contra todo pronóstico, el conjuro tuvo éxito, aunque solo en parte. La vida siguió su curso: su nieta fue la primera de casi veinte más. Las estaciones se sucedían a un ritmo vertiginoso ahondando sus arrugas y blanqueando el “roete” anudado a la nuca. La eterna retahíla de alegrías y penurias se enmarañaron en su cerebro dejando su memoria como un barco a la deriva en un crepúsculo de niebla.
El pepino, por su parte, se mantenía impasible como un espectador mudo que nada dice pero todo sabe.  Desde el ostracismo de la alacena en la casa de la peña, vio como los días se tornaban meses, años, lustros y décadas. Ya nadie creía en su poder para detener el tiempo, pero la leyenda mantenía que sanaba dolamas varias, sobre todo si tenían que ver con el ciclo menstrual de las mujeres.
Gozando de cierta reputación curativa, que nadie se ocupó de constatar científicamente, botella y dueña se mudaron a la casa de la mayor de las hijas de ésta cuando la nave de los recuerdos de la anciana naufragó definitivamente  en los acantilados de la demencia senil.
Atrincherado en la atalaya del mueble bar, notó el ajetreo y los llantos que acompañaron el último beso de la abuela. Hubiese querido seguirla en este viaje sin retorno, pero las cárceles de cristal tienen barrotes invisibles que un pobre pepino alcoholizado no puede traspasar. Se olvidó de sí mismo en un océano de tiempo y soledades, sin desesperación ni esperanzas.
Una mujer que aún no ha parido pero que algún día parirá se afana, tras la fiesta navideña,  en limpiar todo vestigio de los excesos del día anterior. En medio de la resaca se abre camino entre restos de frutos secos, vasos sucios y botellas semivacías. Cuando devuelve dos de whisky y una de ron al mueble bar es cuando se percata de la  presencia del pepino, en su envoltorio de aguardiente seco.
Ella lo mira, evocando a la abuela dulce y pequeña que lo atrapó dentro del cristal como al genio de la lámpara milenaria. Él intuye, tras los ojos marrones de la mujer, la estirpe de la dueña, invadido por la certeza del que el mensaje en la botella ha llegado de nuevo  a su destino desafiando galernas y monstruos del averno.
Una mujer, aún sin parir, sabe cosas que no sabe que sabe. Por eso coge un vaso pequeño y escancia en él un poco de aguardiente seco del pepino.  Se lo bebe de un trago y la pócima quema su garganta y acaba por completo con la resaca. Tras sentir que una ráfaga encendida la ha atravesado, la mujer abre los ojos y sonríe… con una sonrisa que es ya un arma de resistencia, un estandarte en la batalla.

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