
Una mujer que
ha parido sabe cosas que no sabe que sabe y siente heridas que no sabe que
siente; Por eso, decidió detener el tiempo con la inocencia con la que un pobre
mortal se enfrenta a semejante hazaña.
El proceso era
simple y efectivo. Consistía en introducir un pepino pequeño, asido aún a la
rama, en el interior de una botella.
Cuando éste crecía hasta los estrechos límites que la transparente celda le
permitía, cortaba de raíz sus vínculos con el terruño y rellenaba el espacio
sobrante con aguardiente seco. Nada de concesiones al dulzor para el elixir.
Contra todo
pronóstico, el conjuro tuvo éxito, aunque solo en parte. La vida siguió su
curso: su nieta fue la primera de casi veinte más. Las estaciones se sucedían a
un ritmo vertiginoso ahondando sus arrugas y blanqueando el “roete” anudado a
la nuca. La eterna retahíla de alegrías y penurias se enmarañaron en su cerebro
dejando su memoria como un barco a la deriva en un crepúsculo de niebla.
El pepino, por
su parte, se mantenía impasible como un espectador mudo que nada dice pero todo
sabe. Desde el ostracismo de la alacena
en la casa de la peña, vio como los días se tornaban meses, años, lustros y
décadas. Ya nadie creía en su poder para detener el tiempo, pero la leyenda
mantenía que sanaba dolamas varias, sobre todo si tenían que ver con el ciclo
menstrual de las mujeres.
Gozando de
cierta reputación curativa, que nadie se ocupó de constatar científicamente,
botella y dueña se mudaron a la casa de la mayor de las hijas de ésta cuando la
nave de los recuerdos de la anciana naufragó definitivamente en los acantilados de la demencia senil.
Atrincherado
en la atalaya del mueble bar, notó el ajetreo y los llantos que acompañaron el
último beso de la abuela. Hubiese querido seguirla en este viaje sin retorno,
pero las cárceles de cristal tienen barrotes invisibles que un pobre pepino
alcoholizado no puede traspasar. Se olvidó de sí mismo en un océano de tiempo y
soledades, sin desesperación ni esperanzas.
Una mujer que
aún no ha parido pero que algún día parirá se afana, tras la fiesta navideña, en limpiar todo vestigio de los excesos del
día anterior. En medio de la resaca se abre camino entre restos de frutos
secos, vasos sucios y botellas semivacías. Cuando devuelve dos de whisky y una
de ron al mueble bar es cuando se percata de la
presencia del pepino, en su envoltorio de aguardiente seco.
Ella lo mira,
evocando a la abuela dulce y pequeña que lo atrapó dentro del cristal como al
genio de la lámpara milenaria. Él intuye, tras los ojos marrones de la mujer,
la estirpe de la dueña, invadido por la certeza del que el mensaje en la
botella ha llegado de nuevo a su destino
desafiando galernas y monstruos del averno.
Una mujer, aún
sin parir, sabe cosas que no sabe que sabe. Por eso coge un vaso pequeño y
escancia en él un poco de aguardiente seco del pepino. Se lo bebe de un trago y la pócima quema su
garganta y acaba por completo con la resaca. Tras sentir que una ráfaga
encendida la ha atravesado, la mujer abre los ojos y sonríe… con una sonrisa
que es ya un arma de resistencia, un estandarte en la batalla.
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