viernes, 2 de enero de 2015
Soy un árbol
Soy un árbol.
Podría ser otra cosa pero soy un árbol.
Mis ramas disfrutan la intemperie de horizontes abiertos y libres pero mis raíces se agarran al terruño ancestral.
Mis hojas tienden a escaparse con el viento pero las crías se aferran al nido y detienen mi fuga.
Soy un árbol…
Mis amigos son pájaros que vuelan libres y fuertes y yo envidio sus vistas, sus atardeceres, sus aires y sus donaires. Os envidio y os disfruto.
Soy un árbol…
No puedo volar con vosotros…
Pero si alguna vez, cansados de volar, necesitáis el justo reposo del guerrero aquí os aguardo.
A la sombra de mis ramas, nunca os faltará un plato donde saciar vuestra hambre de libertad o una cama donde reponer las fuerzas de quien lucha contra corriente.
Soy un árbol… pero tengo la suerte de tener amigos que saben volar alto y libre.
Epitafio a Gabo
Hoy el coronel no tiene quien le escriba.
Nada que añadir a la crónica de una muerte anunciada.
La lluvia pudre la hojarasca de Macondo mientras en el velatorio, la Cándida Eréndira cuenta su increible y triste historia y el náufrago su relato ante la mirada distraída de Úrsula, más pendiente de Aureliano y Melquíades.
No faltan los amantes en los tiempos del cólera.
Hasta Manuela Sánchez se deja caer de su eclipse para rendir tributo al patriarca en su otoño.
Las putas están más tristes que de costumbre poque saben que hoy más que nunca, la soledad dura cien años.
Nada que añadir a la crónica de una muerte anunciada.
La lluvia pudre la hojarasca de Macondo mientras en el velatorio, la Cándida Eréndira cuenta su increible y triste historia y el náufrago su relato ante la mirada distraída de Úrsula, más pendiente de Aureliano y Melquíades.
No faltan los amantes en los tiempos del cólera.
Hasta Manuela Sánchez se deja caer de su eclipse para rendir tributo al patriarca en su otoño.
Las putas están más tristes que de costumbre poque saben que hoy más que nunca, la soledad dura cien años.
José María.
Mi caballero errante se pierde
Por los montes de este país… O de otro.
Las montañas que pisa no tienen
Denominación de origen.
Mi caballero errante navegó
Los océanos en el Pequod,
Poniendo zancadillas a Ahab
Para salvar a su ballena.
Mi caballero errante rechazó
A la estrecha Pamela porque tanta virtud
Resultaba indigesta
Y producía ardores.
Mi caballero errante recorrió
El bosque embrujado con Hester,
Conjurando con la letra escarlata
Los troncos centenarios.
Mi caballero errante se enamoró
De Heathcliff, como Cathy, (la nuestra).
Y se perdió en sus cumbres borrascosas.
Porque alguien llamó a su ventana.
Mi caballero errante se pierde
En sus silencios largos y espaciados.
Y los demás llenamos su ausencia
Tirando de nostalgia.
Mi caballero errante reaparece
Sin avisar y desfaciendo inviernos
Siempre nos trae regaliz de primavera
Nuestro Quijote con morfología de Sancho.
Por los montes de este país… O de otro.
Las montañas que pisa no tienen
Denominación de origen.
Mi caballero errante navegó
Los océanos en el Pequod,
Poniendo zancadillas a Ahab
Para salvar a su ballena.
Mi caballero errante rechazó
A la estrecha Pamela porque tanta virtud
Resultaba indigesta
Y producía ardores.
Mi caballero errante recorrió
El bosque embrujado con Hester,
Conjurando con la letra escarlata
Los troncos centenarios.
Mi caballero errante se enamoró
De Heathcliff, como Cathy, (la nuestra).
Y se perdió en sus cumbres borrascosas.
Porque alguien llamó a su ventana.
Mi caballero errante se pierde
En sus silencios largos y espaciados.
Y los demás llenamos su ausencia
Tirando de nostalgia.
Mi caballero errante reaparece
Sin avisar y desfaciendo inviernos
Siempre nos trae regaliz de primavera
Nuestro Quijote con morfología de Sancho.
Ausencia
El Pepino

Una mujer que
ha parido sabe cosas que no sabe que sabe y siente heridas que no sabe que
siente; Por eso, decidió detener el tiempo con la inocencia con la que un pobre
mortal se enfrenta a semejante hazaña.
El proceso era
simple y efectivo. Consistía en introducir un pepino pequeño, asido aún a la
rama, en el interior de una botella.
Cuando éste crecía hasta los estrechos límites que la transparente celda le
permitía, cortaba de raíz sus vínculos con el terruño y rellenaba el espacio
sobrante con aguardiente seco. Nada de concesiones al dulzor para el elixir.
Contra todo
pronóstico, el conjuro tuvo éxito, aunque solo en parte. La vida siguió su
curso: su nieta fue la primera de casi veinte más. Las estaciones se sucedían a
un ritmo vertiginoso ahondando sus arrugas y blanqueando el “roete” anudado a
la nuca. La eterna retahíla de alegrías y penurias se enmarañaron en su cerebro
dejando su memoria como un barco a la deriva en un crepúsculo de niebla.
El pepino, por
su parte, se mantenía impasible como un espectador mudo que nada dice pero todo
sabe. Desde el ostracismo de la alacena
en la casa de la peña, vio como los días se tornaban meses, años, lustros y
décadas. Ya nadie creía en su poder para detener el tiempo, pero la leyenda
mantenía que sanaba dolamas varias, sobre todo si tenían que ver con el ciclo
menstrual de las mujeres.
Gozando de
cierta reputación curativa, que nadie se ocupó de constatar científicamente,
botella y dueña se mudaron a la casa de la mayor de las hijas de ésta cuando la
nave de los recuerdos de la anciana naufragó definitivamente en los acantilados de la demencia senil.
Atrincherado
en la atalaya del mueble bar, notó el ajetreo y los llantos que acompañaron el
último beso de la abuela. Hubiese querido seguirla en este viaje sin retorno,
pero las cárceles de cristal tienen barrotes invisibles que un pobre pepino
alcoholizado no puede traspasar. Se olvidó de sí mismo en un océano de tiempo y
soledades, sin desesperación ni esperanzas.
Una mujer que
aún no ha parido pero que algún día parirá se afana, tras la fiesta navideña, en limpiar todo vestigio de los excesos del
día anterior. En medio de la resaca se abre camino entre restos de frutos
secos, vasos sucios y botellas semivacías. Cuando devuelve dos de whisky y una
de ron al mueble bar es cuando se percata de la
presencia del pepino, en su envoltorio de aguardiente seco.
Ella lo mira,
evocando a la abuela dulce y pequeña que lo atrapó dentro del cristal como al
genio de la lámpara milenaria. Él intuye, tras los ojos marrones de la mujer,
la estirpe de la dueña, invadido por la certeza del que el mensaje en la
botella ha llegado de nuevo a su destino
desafiando galernas y monstruos del averno.
Una mujer, aún
sin parir, sabe cosas que no sabe que sabe. Por eso coge un vaso pequeño y
escancia en él un poco de aguardiente seco del pepino. Se lo bebe de un trago y la pócima quema su
garganta y acaba por completo con la resaca. Tras sentir que una ráfaga
encendida la ha atravesado, la mujer abre los ojos y sonríe… con una sonrisa
que es ya un arma de resistencia, un estandarte en la batalla.
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