La maleta del náufrago
viernes, 18 de septiembre de 2020
Diario de aprendizaje 6. Docentes que te han marcado positivamente.
De mi época de alumna recuerdo con especial cariño al profesor de lengua que me enseñó a analizar sintácticamente y a amar la literatura.
Como docente tutora, tuve la suerte de compartir nivel durante tres años consecutivos con una supertutora que me aportó mucho en todos los aspectos.
lunes, 14 de septiembre de 2020
Diario de aprendizaje 5: Contribución al bienestar emocional del alumno
"Creer y crear", pero también mantener.
Tanto en la vida personal como en la social y la futura laboral, el alumno se va a ver implicado en conflictos y encrucijadas que deberá resolver de la mejor manera posible.
Alguien que consigue un trabajo por sus conocimienos técnicos o entabla una relación afectiva, tendrá más posibilidades de mantener ambos si está bien pertrechado de "herramientas para la vida" como la resiliencia o la escucha activa, por citar algunas.
Diario de aprendizaje 4. Un propósito.
Aunque se trata de un propósito "eterno", conviene no bajar la guardia en este sentido. El trabajo en equipo desde una base de igualdad y un sentido de objetivo común es una experiencia enriquecedora y el mejor y más productivo entorno de trabajo.
miércoles, 9 de septiembre de 2020
Diario de aprendizaje 2. Razones para desarrollar las habilidades.
A título personal, el manejo de las emociones es una habilidad prioritaria a desarrollar. Tal vez sea el contexto familiar o el ADN latino pero las pasiones afloran con una inmediatez que a veces es positiva y a veces no. Me vendría bien discernir estas últimas para refrenar impulsos inapropiados o contraproducentes.
Desde mi perspectiva de de tutora, la empatía y la escucha activa son fundamentales para fomentar la confianza y estrechar vínculos con el tutorando.
En la situación actual, con tanta incertidumbre y cambios, lógicamente el optimismo y la adaptabilidad son necesarias porque necesitamos afrontar con entereza y dedicación un curso escolar distinto.
Diario personal de aprendizaje 1. Habilidades para la vida en el contexto educativo.
Cuando nos dedicamos a la enseñanza, sentimos la necesidad imperiosa de seguir aprendiendo. Sin embargo, hay momentos en que se hace necesaria un reflexión más profunda en incluso pararnos a "desaprender" ciertos conceptos o pautas de conducta que pudieran ser erróneos.
A las habilidades sociales se les ha prestado escasa o nula atención y deberían tener un lugar más relevante en nuestra formación como docentes. Supongo que por ello estamos todos aquí y ahora.
Un saludo.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
Mandala
MANDALA.
“Voy
a matarlo…”, dijo. “Lo haré sin prisa, sin sangre y sin testigos…”
Pese a mi borrachera y mi
sueño, la oí sentenciar con toda nitidez. Entremezclando la noche con la certidumbre de su determinación.
Por eso, cuando aquella
mañana de feria llegaron los guardias civiles con el municipal y la rubia
desteñida, supe de inmediato dónde
tenían que buscarlo: en la casa del prado, junto al río.
Porque allí empezó todo,
nuestras rabonas en el instituto y los primeros escarceos con los chicos y las
bebidas.
Mara y yo nos hicimos
amigas de inmediato; ella tenía un padre borracho y yo un ligero sobrepeso. No
éramos lo que se dice populares y ni sus destrezas en plástica ni mis
sobresalientes en matemáticas fueron suficientes para granjearnos el aprecio
del resto de las chicas que hacían frente común ante los bárbaros de la otra
clase.
No obstante, fuimos de las
primeras en correr lindes con el otro sexo haciendo cierto eso de que
“siempre hay un roto para un descosido”.
Me lie con el Canijo las
navidades del último curso de instituto. A su madre casi le da una angina de
pecho cuando su vástago suspendió las matemáticas y a falta de profesores particulares en el
pueblo recurrió a la vecina más aventajada. Nuestras sensatas progenitoras
acordaron que nos viésemos dos veces a la semana en el comedor del bar del
Canijo, donde no nos molestaría nadie para poder repasar. Desde el primer día y
tras tres intentos fallidos de que entendiese un polinomio de los de andar por
casa, supe que iba a suspender y supe también a qué sabían los besos con
lengua. En eso el Canijo me salió listo.
Lo de la Mara con el
Languiruzo fue algo distinto a lo mío y a todo lo demás. La perita en dulce de
la promoción: guapo, con pudientes, sensible y simpático. El partidazo más
codiciado en manos de una paria que no tenía donde caerse muerta, que de
ninguna manera llegaría a la universidad y con un padre que no esperaba al fin
de semana para caerse de bruces en la calle rebosando de chupitos.
Nada de eso pareció
importarles al principio, la Mara cayó rendida a los pies de aquel poeta que la
rescataría del tedioso mundo que la envolvía. Le salían chiribitas de los
ojos y no dudaba en seguirlo cada vez que
proponía la escapada a la casa abandonada del prado. Cruzaban todos las líneas
y exploraban todo lo explorable en el
río donde apenas quedaban cangrejos autóctonos, en el destartalado cortijo
abandonado a los aperos de labranza oxidados y en unos cuerpos que se
desbordaban en cada recodo, estallando y
desatando tempestades de deseo y
ternura.
El Languiruzo, por aquel
entonces, era el mozo más feliz del
pueblo, pasando tres kilos de los amigos que no veían con buenos ojos su
enchochamiento; y de su madre, que
empezó a coleccionar novenas cuya única petición era que el Todopoderoso
librara a su hijo del terrible hechizo al que aquella trepa lo tenía sometido.
La gente de a pie los
observaba y criticaba con la maldad sempiterna del terruño, a sabiendas de que
aquello era un arco iris que se disiparía sin dejar huella. Porque la Mara era
una extranjera en su propio pueblo. Los pobres siempre lo son. Su madre murió
cuando apenas tenía siete años y la máquina de coser era lo único que
conservaba de ella y su único alivio en la soledad de una habitación desde la
cual oía los traspiés de su padre con su ebriedad crónica instalada en el
hígado y el alma.
Sólo Carmela, la del
Molino, la miraba con buenos ojos de
matrona ancestral y reconocía el talento especial de la Mara. Una vez le pidió
que le hiciera un bolso y la vieja se deshizo en elogios hacia ella:
_ Hazte costurera, le
decía. Aquí no te faltará trabajo y tú llevas las agujas y el dedal en la
sangre.
_ Ni hablar, Carmela. No
voy a tener tiempo de coser mientras crío a mis hijos y atiendo el jardín.
Porque eso era la vida
para la Mara. Su compañero, su prole y sus plantas. Fantaseaban con adecentar
la casa del prado y habilitar un espacio donde la familia no molestase al
patriarca, que sería un afamado escritor para el mundo, un padre cariñoso para
sus niños y un amante incandescente para ella.
Aquel verano, cuando por
fin terminó el instituto para siempre, nos entregamos al estío como fanáticos de una
secta. Fue como un paréntesis en nuestras vidas, ajeno a un otoño que venía
preñado de decisiones desacertadas. Fue el año de la tormenta el último día de
feria, cuando todo se anegó y se rozó la tragedia. Yo la pasé cobijada y
temblando de frío con el Canijo en el soberado del restaurante familiar, atrincherados con la mitad de los vecinos
El Languiruzo y la Mara se
dejaron atrapar donde siempre, en la ruinosa casa del prado, dónde los
encontraron al amanecer, ya que antes fue imposible cruzar el río. El escándalo
estaba servido.
_A la moza la ha perdido
el novio…
_Se la veía venir. ..
_La pájara habrá querido
asegurarse…
Durante días, las buenas
gentes del pueblo se distrajeron haciendo leña del árbol caído, y llenando las
esquinas de chismorreos podridos de envidia e intolerancia hacia la Mara.
_ ¡Qué mala memoria y que
mala sangre tienen algunos! Decía la Carmela. ¡Y qué pena ser mujer en un mundo
de hombres!
Pese a las habladurías, el
paripé más o menos fingido del padre de la Mara y el patatús con traslado en
ambulancia incluido de la madre del Languiruzo, nada fuera de lo normal había
pasado entre ellos la noche de la tormenta, nada que no hubiera pasado una y
mil veces en esos desbocados encuentros que hacían temblar el suelo como si
hordas de enemigos milenarios se midieran en duelo a muerte.
Sin embargo, aquel
reconocimiento de su relación pareció afectar al Languiruzo, recién condecorado
con sus brillantes notas en selectividad, su consecuente matrícula
universitaria y el primer premio en un concurso literario regional para jóvenes
talentos. Ningún mérito se atribuía a la auténtica musa de aquellos poemas
prestados que olían a Mara, sabían a Mara y dejaban ver a Mara entre cada
renglón.
La última semana de
agosto, el Languiruzo fue a recoger su premio y pasó dos días en compañía de poetas
y escritores varios, todos mayores que él y todos halagando a la joven promesa
de las letras.
Solo dos jornadas de
adulaciones bastaron para cambiarlo. El mozo que bajó del autobús, con la placa
plateada bajo el brazo miró a la Mara como si no la reconociese. Algo parecía
haberse roto y ella, que estaba enamorada pero no tenía un pelo de tonta, supo
entender que aquella tregua que pedía en la relación era un punto y final.
Dos días después fue a
buscarme al bar del Canijo y se me abrazó llorando mientras me contaba que lo
habían dejado. Nosotros nos íbamos aquella misma tarde a pasar el fin de semana
a Cádiz pero el Canijo se ofreció a
cederle el asiento y la habitación que pensábamos compartir en primera línea.
Aquella noche en la playa
fue la única vez que vi a la Mara beber, apropiándose de una botella de whisky
que engulló con ansia y sin hielo, con la mirada perdida en un horizonte
invisible, ajena al bullicio alegre que nos rodeaba en un inútil amago de
rescate. La vi beber, pero no borracha. La vi cerrar los ojos, pero no dormir.
_”No duermo apenas” me
dijo. “Es como si me hubiese robado los sueños y el sueño.”
Tras el fin de semana
volvimos al pueblo con la mochila llena de ropa resacosa y desvelada. Casi no
hablamos en el autobús, pero en mis sienes resonaban una y otra vez las
palabras de la Mara, con el mar y mi borrachera como únicos testigos:
“Voy
a matarlo…”, dijo. “Lo haré sin prisa, sin sangre y sin testigos…”
La Mara no era cristiana,
no había pisado una iglesia desde la muerte de su madre; pero hasta el momento
de su ruptura con el Languiruzo había sido la persona más buena del mundo, un
alma inocente donde la candidez y la ternura no dejaban resquicio a la maldad,
la envidia, el rencor o ningún otro de los vicios a los que tan aficionados
somos los mortales de a pie.
Todo el pueblo sabía ya
que el noviazgo se había disipado como un arco iris en un charco pisoteado. Las
buenas gentes sonrieron aliviadas porque todo estaba en su sitio. La madre del
Languiruzo pareció rejuvenecer veinte años y la Carmela se calló por no mandar
a freír espárragos a más de uno.
Sin embargo, fue el padre
de la Mara, permisivo hasta entonces con la relación, quien peor reaccionó al enterarse. Borracho
perdido abrió la puerta de un empujón y la emprendió a golpes con su hija aquella
misma noche mientras la increpaba llamándola puta y perdida.
Ni siquiera se quejó, ni
le devolvió los golpes o los insultos porque tenía bien aprendida la lección
antigua del respeto a los mayores. Sin embargo, el fino hilo del que pendía su
vida en el pueblo se rompió entonces definitivamente.
A oscuras, hizo un amasijo
con las pocas ropas que tenía, cogió dos mil pesetas de debajo del colchón y
metió en el carro de la compra la máquina de coser de su madre.
Pasó por delante de la
casa del Languiruzo de camino a la mía. Había luz en su balcón pero no pareció
notarlo. Tiró dos piedras a mi ventana y yo bajé a oscuras para no despertar a
mis padres.
“Vengo a despedirme,
Gordi. Me voy a la ciudad.”
No pregunté por qué se
iba, ni quién le había hecho los moretones. No intenté disuadirla ni
consolarla.
“Espera que me vista y te
acompaño a la estación. Vamos a por el Canijo que nos ayude con la máquina”
Despertarlo no fue fácil.
Siempre ha dormido a pierna suelta. Cuando bajó, medio cegato y despeinado,
bostezó ostensiblemente con cara de mosqueo, que enseguida trocó en preocupación.
“Ahora vengo” dijo, y se
perdió en el interior del restaurante trasteando al fondo del mostrador.
Volvió con un pequeño fajo
de billetes torpemente arrugados.
“Aquí tienes, Mara. Son
mis propinas de fin de semana. Las guardaba para hacerme un homenaje con la
Gordi en nuestro aniversario pero te vendrá bien para empezar a moverte en la
capital.”
La Mara cogió el dinero,
lo metió en el fondo de la mochila y le dio un beso al Canijo. Los tres nos
dirigimos a la parada de autobuses y esperamos la media hora que faltaba para
las seis y media de la mañana. Hora de salida.
No pude evitar llorar al
abrazarme a ella y cuando la vi sentada tras la ventana del autobús, con la
máquina de coser de su madre como compañera de viaje. Ella no lloraba. No
sonreía pero no lloraba.
Tras su marcha pareció que
no quedaba rastro de ella en el pueblo. Su padre siguió el via crucis
alcohólico rutinario con sus caídas y su calvario. La Carmela se buscó otra
costurera que remendara sin vocación sus vestidos. La madre del Languiruzo se
volvió a teñir las canas y su vástago
apuró con los amigos de siempre las dos semanas últimas de septiembre antes de
empezar su más que segura brillante carrera universitaria y literaria.
Jamás volví a hablar con
él de la Mara, aunque sé que aprovechaba cualquier ocasión para sonsacar al
Canijo.
“No tardará en volver”
decía el engreído. “Vendrá en cuanto se le acabe el dinero. ¿Dónde va a ir la
pobre?”
La “pobre” le puso un giro
al Canijo dos días antes de navidad para devolver las quince mil quinientas
pesetas que le había dado para facilitar su huida. Cuatro meses habían bastado
para conseguirse un trabajo en un taller de costura dónde se había vuelto
imprescindible. El sueldo le daba para pagarse un piso compartido con dos
estudiantes y le permitió ahorrar para saldar su deuda.
Por otro lado, el insomnio
que tan devastador resultaba para la gente normal, había evolucionado, en el
caso de la Mara, hacia una especie de fiebre creativa que la mantenía hasta
altas horas de la madrugada sentada ante la máquina elaborando bolsos
variopintos, coloridos y mustios, elegantes e informales, castos y lujuriosos.
No pasó mucho tiempo antes
de que una boutique del centro se quedase prendado de ellos y le propusiese
trabajar en su elaboración a tiempo completo. Las clientas se dejaban atrapar por aquellos accesorios
que aunaban calidad, diseño e impecable terminación pero que por encima de todo
parecían incluir un toque de magia que iluminaba a las portadoras.
Aquellas navidades el
Canijo y yo tuvimos la primera discusión gorda en nuestra relación. El Languiruzo, que ya no tenía tan claro que
la Mara volviese con el rabo entre la piernas y aún más derrotada de como se
marchó, empezó a impacientarse y le pidió al Canijo su dirección en la ciudad. Tan
bueno y tan santo este novio mío que no sabía decir que no.
Por fortuna, los hados
tampoco habían perdonado la cobardía del poeta y lanzaron sus dados. Cuando
llegó al piso de quien había sido su musa, una miope estudiante de derecho le
informó con la puerta encajada, de que la Mara ya no vivía allí. Se enteró casi
al mismo tiempo que yo, que recibí su postal, de que se había marchado a Madrid,
donde una exclusiva tienda le ofrecía una exposición continua de sus productos
que ya tenían nombre: Mandala.
A partir del año
siguiente, recién estrenada nuestra mayoría de edad y derecho al voto, el
tiempo comenzó a comportarse de una manera caprichosa: a veces, un caldo
tardaba en arrancar a hervir o una llaga en curarse, lo que no hay en los
escritos. Sin embargo, en ocasiones, parpadeabas y te había caído un lustro en
lo alto.
Cinco años y una treintena
de cartas después de su partida, la Mara volvió al pueblo a enterrar a su padre.
Nos costó trabajo
reconocernos. Yo ya me había vestido de honorabilidad al casarme con el Canijo,
que me había convertido en la regenta y cocinera del restaurante familiar con delantal y gorro al uso.
La Mara distaba mucho de
la joven de pueblo que se subió al autobús con un fajo de billetes tan
arrugados como sus entrañas. Si no feliz, al menos lucía serena, libre y
distante en una atalaya que se antojaba lejana a simple vista.
El Languiruzo se acercó a
darle el pésame con la torpeza y el titubeo de un niño que sostiene un jarrón
de cristal de Bohemia. Si algo se removió en el interior de la Mara, nada ni
nadie pudo percatarse de ello. Ninguna emoción afloró a sus labios o su piel en el transcurso de ese breve apretón de manos
y el amago de un abrazo que el poeta frenó en seco ante la rigidez desprovista
de expresión de la doliente.
En un par de días
malvendió la casa paterna con la celeridad de quien prende fuego a una nave por
cercenar todo atisbo de regreso.
Los caminos de la Mara y el
Languiruzo parecían avanzar de forma inexorable, en paralelo y cada vez más
bifurcado.
Tras acabar su carrera,
sin más pena que gloria. El muchacho decidió que no podía rebajarse a opositar
como cualquier hijo de vecina y optó por ejercer de escritor a costa del erario
materno.
Comenzó a frecuentar
círculos literarios selectos, que con la excusa de refinar al diamante en
bruto, terminaron por despojarlo de toda la frescura y originalidad de sus
primeros poemas. La búsqueda de la forma volvió su escritura cada vez más
deforme cayendo en la gelidez de la ausencia de luz.
En el pueblo seguía siendo
la joven promesa y se contaba con él para la revista de feria que salía a
mediados de agosto. No faltó ningún año su aportación, que siempre resultaba
más anodina que la del año anterior.
Venía a entregarla en
persona a mediados del verano, acompañado de la compañera de turno, que también
se renovaba año tras años en una sucesión de novias que, al igual que sus
poemas, eran cada vez más insulsas.
Vistas de lejos parecían
hembras despampanantes pero cuando acudían a nuestro restaurante, cita obligada
en su periplo pueblerino, una se percataba del grueso maquillaje, el tinte
despiadado y las tetas operadas.
Nunca intimé con ninguna
de ellas, nuestros saludos no iban más allá de diálogos banales y superfluos
que el Languiruzo presenciaba con la
mirada ausente, perdida en la pared del fondo, donde colgaba un tablón repleto
de las fotos que ilustraban los años de convivencia que el Canijo y yo habíamos compartido.
No hacía falta ser un lince para saber
que detenía vista, tiempo y aliento en
la imagen de la esquina superior de la derecha, con una Mara rebosante de
felicidad que jugaba en el río con los pantalones arremangados, el pelo
recogido en la nuca y la casa del prado al fondo. De alguna manera intuía que
aquella Mara a medio camino entre niña y mujer era lo más real y auténtico que
había estrechado contra su pecho… y la certeza de lo perdido se le clavaba en
las vísceras con un dolor que no lograban anestesiar ni los cubatas ni los
injertos de silicona.
Ella vino a mi parto
porque decía que las hembras de la manada no deben parir solas. Fueron nuestras
primeras vacaciones en seis años. Se presentó en casa con maletas repletas de
ropa, regalos para el bebé y dos Mandalas: uno para Carmela, la del Molino y
otro para mí.
Por aquel entonces, vivía
a caballo entre Madrid y París resistiéndose a otras ciudades más cosmopolitas
aunque menos hospitalarias.
Había parido infinitos
bolsos que parecían cobrar vida propia en cuanto escapaban de su máquina de
coser y sus noches de insomnio para apresurarse a escoger dueñas estiradas y glamorosas.
Sus escasas habilidades
sociales le habían granjeado cierta fama de ermitaña que contribuía a agrandar
su caché dotándolo de cierta aureola de diseñadora inaccesible e incansable.
Cuando un periodista le
preguntó por el secreto de su éxito y ella contestó que consistía en trabajar
día y noche, creyó que exageraba.
Pero decía la verdad. Seguía sin dormir… y aunque jamás volví a
oírle pronunciar el nombre del Languiruzo, yo sabía que se escondía agazapado
en sus duermevelas y que no quería cerrar los ojos porque el sueño la
arrastraba una y otra vez a la casa del prado donde a golpe de sexo enamorado
habían forjado una unión capaz de sacudir al mismísimo eje del bloque
terráqueo.
Así estaban las cosas y
así siguieron estando durante algunos años más. La Mara cada vez más prolífica
con sus Mandalas, reconocida internacionalmente como una artista de bolsos e
imágenes y el Languiruzo cada vez más perdido en sus efluvios de alcohol, con
sus devaneos insípidos y su poesía adulterada. Manteniendo ambos su no relación
con una estabilidad en el tiempo difícil de alcanzar para muchos matrimonios
convencionales.
A mi segundo parto, la
Mara vino acompañada. El Chicarrón del Norte resultó ser un compañero
soberbio y con carácter. Formaban una
pareja madura, magnífica y serena desprovista de conservantes y edulcorantes.
Llevaban poco tiempo de relación aunque cualquiera pensaría que habían cumplido
las bodas de oro. Tenía el aplomo de los hombres que saben lo que quieren y lo
que importa, de los que no se dejan arrastrar por canto de sirenas.
No me extrañó que se decidieran a vivir juntos pocos meses después, a diez
kilómetros de Santander, en una preciosa casa de campo con un jardín generoso
con vistas al Cantábrico.
Me faltó tiempo para
colgar la foto que me mandaron en la
esquina superior derecha, junto a aquella en que la Mara chapoteaba en el río
con los pantalones arremangados.
Difícil imaginar entonces,
que aquella estampa asestaría la
puñalada definitiva a un Languiruzo que agonizaba, herido de muerte, desde el
mismísimo momento en que osó pensar que la vida sin la Mara era posible.
La víspera de feria llegó
como siempre con su poema bajo el brazo y la rubia desteñida al otro lado.
Saludando a los paisanos con el aire de superioridad de la gente que esconde
complejos.
Se sentó para comer frente
al tablón de las fotos como siempre pero palideció al ver la cara de la Mara
abrazada al Chicarrón de norte, con las
mejillas rojas de brisa marina, con la fachada oscura de la casa salpicada de
flores, con el verde esperanza de los campos cántabros y la sonrisa invencible
de quien ama y se sabe amada.
El Languiruzo no era santo
de mi devoción, pero me dio pena ver que no probaba bocado y seguía la
conversación con la rubia a duras penas y con monosílabos.
Cuando se levantó a pagar
el Canijo lo invitó a una copa que rechazó de plano.
“Hoy no, Canijo, siento
como si una rata me estuviese roendo las entrañas”.
Dejó propina y se marchó
no sin antes volver la mirada hacia la Mara, evitando la foto reciente y
centrándose en la antigua. Caminó hacia la puerta con el paso decidido,
desentendido del mundo y de su acompañante.
Cuando a la mañana
siguiente llegaron los guardias civiles con el municipal y la rubia
desteñida, supe de inmediato dónde
tenían que buscarlo: en la casa del prado, junto al río.
Lo encontraron sobre la
cama raída, atiborrado de pastillas y sujetando entre las manos el libro de
poemas de León Felipe que la Mara le había regalado con el dinero que le dio la
Carmela por arreglarle unas faldas.
Supongo que debería
apenarme como el Canijo… pero nunca me han dado pena los amantes cobardes.
Fui al entierro y a dar la
cabezada, aunque no me quedé a la misa porque tenía mucho que hacer en la
cocina.
El mes que viene me subo a
Santander. La Mara estará cumplida para entonces y como ella misma dice:
“A las hembras de la
manada no nos gusta parir solas”.
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